Creo recordar que en alguna ocasión os he hablado de los flanes de mi infancia. Mis dos abuelas hacían flanes. Como todas las abuelas. Pero estos flanes eran totalmente diferentes entre sí. Que curioso… Uno de ellos era muy cremoso, con anís y galletas. El otro, en cambio, era un flan de huevo terso y con mucho caramelo.
Ni que decir tiene que me encantaban los dos. Cada uno en su estilo era único y delicioso y no podría decidirme por uno solo. Se me ponían los ojos como platos cada vez que veía aquellos enormes torreones amarillos llenos de agujeros flotando en nubes de caramelo.
Supongo que los flanes, de una manera u otra, han estado presentes en la infancia de casi todos nosotros. Así como las maravillosas abuelas.
El caso es que, recientemente, y por casualidad absoluta, he descubierto un nuevo postre favorito: El flan de manzana.
He hecho flanes de todos los sabores que os podáis imaginar (avellana, chocolate, dulce de leche, queso, queso azul, membrillo, calabaza…), pero nunca me había dado por hacer un flan de manzana. Y si lo pensáis bien, siendo asturiano, esto debe estar penado por la ley en alguna parte.
Todo comenzó en una visita a un clásico restaurante local de mi ciudad al que frecuentemente voy a comer los lunes. Me gusta mucho comer en este restaurante porque su comida es muy tradicional y muy casera. Y aunque he probado casi toda la carta, a la hora del postre, siempre suelo disfrutar de la maravillosa leche frita que Eva, la cocinera, elabora como ya lo hacía su abuela. ¡Pero, ay! ¡Ese lunes día se había terminado la leche frita!… ¡Tragedia!… No tuve más remedio que probar el flan de manzana… Y no puedo estar más contento de haberlo hecho porque ahora, los lunes, siempre tomo de postre flan de manzana.
Ni que decir tiene que pregunté, interrogué e investigué, hasta hacerme con la receta de semejante manjar. Y está tan sumamente delicioso que, claro está, tengo que compartirlo con vosotros.