Yo soy más de otoño. De toda la vida. Siempre me he sentido más a gusto debajo de una manta de cuadros o envuelto en un abrigo de lana que dentro de un bañador de flores y unas chanclas. Ya de niño me gustaba saltar en los charcos con mis botas amarillas de goma, dibujar con el dedo en el vaho de los impolutos cristales de las ventanas, las humeantes tazas blancas de chocolate y patear la hojarasca rojiza y marrón que cubría el suelo de los parques.
En el pueblo yo disfrutaba como nunca. Deseaba vivir en un continuo fin de semana para poder estar allí. Despertarme el sábado debajo de aquellas mantas toscas y pesadas era la mejor sensación del mundo. Creo que es la sensación más reconfortante que he sentido nunca. Bajaba la escalera corriendo mientras olía el pan tostándose o el olor a limón de un bizcocho recién horneado en la cocina de carbón. Empujaba la puerta de la cocina para entrar, porque la antiquísima manilla de oscuro latón hacía tiempo que había dejado de ejercer su función, y estampaba mi cara contra los cristales empañados. Era lo primero que hacía cada mañana. Ver el huerto desde la ventana: A la izquierda estaba la tierra, bruta y negra, con sus hortalizas y verduras; a la derecha la frondosa higuera, profundamente verde; y en el centro, un desfile interminable de manzanos que bailaban en línea discontinua como si fueran fuentes ornamentales que decoraban toda aquella belleza cíclica y natural. Fue entonces cuando alcancé a comprender que ninguna belleza es eterna. Si es naturalmente pura, debe transformarse y formar parte de los ciclos y las estaciones.
Muchas mañanas, mi abuela y yo, nos enfundábamos en nuestros chaquetones y nos armábamos con cestas y varas. Íbamos a la huerta a pasear y ella me iba diciendo que era esto o aquello, cómo se plantaba la berza o cuándo se cosechaban las calabazas. Todas aquellas reglas y normas de cultivo me parecían rituales mágicos y exóticos.
Mi parte favorita era cuando íbamos a los manzanos. Yo miraba hacia arriba y veía aquellos frutos salvajes que colgaban de forma grosera rodeados de hojas en aquellas negras ramas delgadas y retorcidas como los dedos de una bruja. Había muchas variedades diferentes y llenábamos nuestras cestas mientras decidíamos, entre risas y chascarrillos, que haríamos con aquellos bien hallados tesoros.
Ya en la tarde nos entregábamos a la arduas tareas de la cocina arropados por el calor del hogar. Escogíamos las que irían al llagar para hacer sidra, otras las pelábamos y picábamos para las ollas de la compota, otras se asaban en enormes bandejas de horno, con otras se elaboraba dulce de manzana y otras se almacenaban en la panera. Llegado el momento, en medio de aquella sinfonía culinaria, mi abuela se levantaba del taburete limpiándose las manos en el mandil y se acercaba al horno de la cocina de carbón. Lo abría y con un centenario gancho de metal arrastraba hacia afuera la bandeja del interior llena de tartaletas y yo, entre manzanas y canela, no podía ser más feliz.
“TARTALETAS DE MANZANA”
Para 4 tartaletas de 12 cm de diámetro y 2 cm de alto
Ingredientes:
- Para la masa
150 gr de harina
25 gr de almendra molida
75 gr de azúcar glass
40 gr de mantequilla fría cortada en cubos
1 yema
Un pellizco de sal
- Para el relleno
300 gr de compota de manzana
1 manzana pequeña cortada en daditos pequeños
1 cucharadita de canela
2 cucharadas de vino blanco
2 manzanas cortadas en láminas
azúcar moreno para espolvorear
mermelada de albaricoque para pintar las tartaletas
- Método:
En un bol mezclar bien la harina, la almendra, el azúcar glass y un pellizco de sal.
Añadir la mantequilla fría cortada en cubos y mezclar groseramente hasta obtener una arenilla.
Agregar la yema y mezclar lo necesario para obtener una masa uniforme. Si fuera necesario añadir una o dos cucharadas de agua fría.
Dividir la masa en 4 bolas de unos 75 gr y forrar los moldes de las tartaletas. Pinchar con un tenedor.
Rellenar con 75 gr de compota de manzana fría cada tartaleta.
Mezclar la manzana pequeña, pelada y cortada en daditos pequeños, con la canela y el vino blanco. Repartir el relleno entre las 4 tartaletas.
Cortar en láminas las 2 manzanas y cubrir las tartaletas. Espolvorear con azúcar moreno.
Hornear a 180 grados en horno precalentado durante 30-40 minutos hasta que estén bien doradas.
Dejar templar sobre una rejilla antes de desmoldarlas y dejarlas enfriar.
Pintar la superficie de las tartaletas con mermelada de albaricoque.
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Me has transportado allí con tu abuela! He visto la huerta, olido las manzanas y usado el gancho de la cocina de carbón!!
Que entrañable! Me ha encantado
Y por supuesto la receta maravillosa
My Spanish is not that fluent but I can understand a little. I must say, iit looks delicious. Your photography eye + set is beautiful. It gives room to stories!